Y CUANDO LLEGO LA NOCHE 824
Y
he aquí que, estando yo en aquella ciudad de hermosas casas y de
mezquitas innumerables, rememoré que allí era donde había nacido
Abdelaziz, el rico joyero, y al recordarlo no pude por menos de
lanzar profundos suspiros y de llorar. Y me figuré el dolor de mi
padre si hubiese visto la deplorable situación de su hijo único y
heredero. Y preocupado con estos pensamientos que me enternecían,
llegué, paseando, a orillas del Nilo, por detrás del palacio del
sultán. Y he aquí que en una ventana apareció una cabeza
arrebatadora, que me dejó inmóvil mirándola. Pero de repente se
retiró, y no vi nada más. Y permanecí allí con beatitud hasta la
noche, esperando en vano una nueva aparición. Y acabé por
retirarme, aunque muy a mi pesar, e ir a pasar la noche en el khan
donde paraba.
Pero
al día siguiente, como se ofrecieran a mi espíritu sin cesar las
facciones de la jovenzuela, no dejé de apostarme debajo de la
ventana consabida. Pero fueron vanas mi paciencia y mi esperanza,
pues no se mostró el delicioso rostro, si bien se estremeció un
poco la cortina de la ventana, y creí adivinar tras de la celosía
un par de ojos babilónicos. Y aquella abstención me afligió mucho,
sin desanimarme, no obstante, porque no dejé de volver al mismo
sitio al día siguiente.
¡Y
cuál no sería mi emoción cuando vi entreabrirse la celosía y
descorrerse la cortina para dejar aparecer la luna llena de su
rostro! Y me apresuré a prosternarme con la faz contra la tierra, y
levantándome después, dije: "¡Oh dama soberana! soy un
extranjero llegado hace poco a El Cairo y que ha inaugurado su
entrada en esta ciudad con la contemplación de tu belleza. ¡Ojalá
que el Destino, que me ha conducido de la mano hasta aquí, acabe su
obra con arreglo a los deseos de tu esclavo!" Y me callé,
esperando la respuesta. Y en vez de contestarme, la joven mostró una
actitud tan asustadiza, que no supe si debía permanecer allí o
echar a correr. Y me decidí a permanecer en mi puesto aún,
insensible a todos los peligros que pudiera correr. Hice bien, pues
de pronto la joven se inclinó sobre el alféizar de su ventana, y me
dijo con voz temblorosa: "Vuelve a medianoche. ¡Pero huye ahora
cuanto antes!" Y tras estas palabras, desapareció con
precipitación y me dejó en el límite del asombro, del amor y del
júbilo. Y al instante me olvidé de mis desgracias y de mi penuria.
Y me apresuré a volver a mi khan para mandar llamar al barbero
público, que se dedicó a afeitarme la cabeza, los sobacos y las
ingles, a arreglarme y a hermosearme. Luego fui al hammam de los
pobres, en donde, por algunas monedas, tomé un baño perfecto y me
perfumé y me refresqué para salir de allí completamente aseado y
con el cuerpo ligero como una pluma.
Así
es que, cuando llegó la hora indicada, a favor de las tinieblas me
puse debajo de la ventana del palacio. Y encontré una escala de seda
que colgaba desde aquella ventana hasta el suelo. Y como a la sazón
no tenía nada que perder más que una vida a la que no me ataba ya
ningún lazo y que carecía de sentido, trepé por la escala y
penetré por la ventana al aposento. Atravesé rápidamente dos
habitaciones y llegué a otra, en donde, sobre un lecho de plata,
estaba tendida, sonriendo, la que yo esperaba. ¡Ah, señor mercader,
huésped mío, qué encanto era aquella obra del Creador! ¡Qué ojos
y qué boca! A su vista sentí que se me huía la razón, y no pude
pronunciar ni una palabra. Pero se incorporó ella a medias, y con
una voz más dulce que el azúcar cande me dijo que me acomodara a su
lado en el lecho de plata. Luego me preguntó con interés quién
era. Y le conté mi historia con toda sinceridad desde el principio
hasta el fin, sin omitir un detalle.
Y
he aquí que la joven, que me había escuchado con mucha atención,
pareció realmente conmovida de la situación a que hubo de reducirme
el Destino. Y al ver yo aquello, exclamé: "¡Oh mi señora!
¡por muy desgraciado que yo sea, ceso de estar quejoso, ya que eres
lo bastante buena para compadecerte de mis desgracias!" Y ella
tuvo la respuesta oportuna, e insensiblemente nos enredamos en una
charla que cada vez se hizo más tierna e íntima. Y acabó ella por
declararme que, por su parte, había sentido cierta inclinación
hacia mí al verme. Y exclamé: "¡Loores a Alah, que enternece
los corazones y dulcifica los ojos de las gacelas!" A lo cual
tuvo ella también la respuesta oportuna, y añadió: "¡Ya que
me has enterado de quién eres, Abulcassem, no quiero que sigas
ignorando quién soy yo!"
Y
tras de quedarse silenciosa un momento, dijo: "Sabe, ¡oh
Abulcassem! que soy la esposa favorita del sultán y que me llamo
Sett Labiba. Pero a pesar de todo el lujo con que vivo aquí, no soy
dichosa. Porque, además de estar rodeada de rivales celosas y
prontas a perderme, el sultán, que me ama, no puede llegar a
satisfacerme, pues Alah, que distribuye la potencia a los gallos, se
olvidó de él al hacer la distribución. Y por eso, al verte bajo mi
ventana, lleno de valor y desdeñando el peligro, me pareció que
eras un hombre potente. Y te he llamado para hacer la experiencia.
¡De ti, pues, depende ahora demostrarme que no me equivoqué en mi
elección y que tu gallardía es igual a tu temeridad!"
Entonces,
¡oh mi señor! yo, que no necesitaba que me incitasen a obrar,
puesto que no había ido allí más que para eso, no quise perder un
tiempo precioso cantando versos, como es costumbre en tales
circunstancias, y me apresté al asalto. Pero en el mismo momento en
que nuestros brazos se enlazaban, llamaron fuertemente a la puerta de
la habitación.
Al
punto pensé en la escala de la ventana para escaparme por donde
había subido. Pero quiso la suerte que precisamente llegase el
sultán por aquel lado; y no me quedaba ninguna probabilidad de fuga.
Así es que, tomando el único partido que me quedaba, me escondí
debajo del lecho de plata, mientras la favorita del sultán se
levantaba para abrir. Y en cuanto la puerta estuvo abierta, entró el
sultán seguido de sus eunucos, y antes de que yo tuviese tiempo
siquiera para darme cuenta de lo que iba a suceder, me sentí cogido
debajo del lecho por veinte manos terribles y negras, que me sacaron
como a un fardo y me levantaron del suelo. Y aquellos eunucos
corrieron cargados conmigo hasta la ventana, en tanto que otros
eunucos negros, cargados con la favorita, ejecutaban la misma
maniobra hacia otra ventana. Y todas las manos a la vez soltaron su
carga, precipitándonos ambos desde lo alto del palacio al Nilo.
nota
de vertolan:
es
un pasaje del cuento " El Tesoro Sin Fondo" de Las Mil
y Una noche
1 comentario:
Seguirás contando el cuento
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